Dios protector de la naturaleza salvaje. Venerado por los pastores en Arcadia. Potencia sexual masculina desenfrenada. Su presencia se aspira en las brisas del amanecer y el atardecer. Vive en una gruta del Parnaso. A veces, participa del cortejo de Dioniso.
Las genealogías que explican su origen son múltiples, como suele acontecer con los dioses del panteón olímpico, o de otras mitologías. Dos de las más difundidas narran su nacimiento y el origen de su nombre. Para la primera de ellas, Hermes se une con la hija de Dríope. Luego de nacer de su madre mítica, ésta se espanta de su carácter extraño; monstruoso (en tanto único o excepcional). Su padre lo envuelve en piel de liebre y lo conduce hasta la morada del dios olímpico. Pan es presentado a las deidades precedidas por Zeus. Causa placer a todos los dioses. Es entonces Pan (todo), "el que agrada a todos".
Según la segunda genealogía importante, su madre era Penélope. La mujer que tejía en la isla de Itaca mientras espera el retorno de su esposo Ulises. En este acorde de la narración mitológica, la esposa del inventor del caballo de Troya no es dechado de fidelidad. Por el contrario, no inhibe el goce poligámico. Penélope compartió la intimidad con muchos pretendientes. Pan es así hijo de la mujer de la supuesta espera fiel. Por eso es "el hijo de todos".
Sea cual sea su progenie, siempre muestre su anatomía arquetípica: sus piernas de macho cabrío; pezuñas hendidas rematan sus pies. Dos cuernos se abren en su frente. Su piel: profusamente velluda. Una barbilla rectangular y espesa embadurna su mentón. En sus mejillas se delinean arrugas cercanas a la astucia, lo bestial o lascivo.
Pan es ser híbrido: lo animal y lo humano coyuntados. Como el sátiro Marsias, o el dios Apolo o Dioniso, es músico. Su instrumento emblemático no es la cítara, el tambor o los sonajeros. Como Atenea tiene una flauta. Pero el delgado instrumento de la diosa nacida
de la cabeza del Zeus Tronante deforma sus rasgos al liberar sus tañidos. Por eso, la diosa lo arroja lejos. Marsias, sátiro del cortejo de Cibeles en Frigia recoge la flauta. Le arrebata sonidos bellos. Compara la belleza musical de sus composiciones espontáneas con la lira de Apolo. El dios solar lo desafía a un certamen ante el tribunal de las musas. El sátiro es derrotado y desollado.
Pero la flauta de Pan respira otro origen. Pan persigue a la ninfa Siringa. La mujer divina escapa. En su fuga, se convierte en susurrantes cañaverales. Pan acaricia las plantas inclinadas por las caricias del viento. Al dios le complace el rumor de las cañas. Con ellas hace su flauta, la flauta de Pan. O Siringa. Dios musical. Uno de los destinos de la música es crear y donar placer. Pan: divinidad aquí de una sensualidad sonora, que alaba a la vida cuyo nervio no es el logos sino el placer que deviene, la sensación libre del concepto.
Como Artemis, o su versión latina Diana, era rey del bosque y cazador. Cazar es perseguir, acechar, cercar, capturar. Esas dotes Pan las vierte repetidamente en la persecución de ninfas. En una ocasión, persigue a Pitis. Muchas ninfas o mujeres perseguidas se metamorfoseaban en planta (Dafne en laurel, Mirra en el árbol homónimo). Por eso debe conformarse con una rama de pino, que muchas veces ceñía, como recuerdo del deseo frustrado; pero también de su vínculo erótico especial con la ninfa transformada.
Pan, como protector de los rebaños, porta cayado de pastor. Y disfruta del juego de las sorpresas, de lo abrupto y repentino. Asusta en las encrucijadas a los viajeros que atraviesan la selva o el bosque. Protesta si lo despiertan en la siesta, generalmente en las horas calurosas del mediodía.
El dios corre rápido entre los árboles, retoza bajo las sombras; acecha a animales y ninfas; sabe trepar con agilidad en las rocas o disimularse en la maleza; se demora para extraer magia musical de su flauta; goza y grita; duerme y celebra la vida del devenir de los sentidos. Saludaba a los elementos.
En el día o la noche, siempre fuera de recintos protectores, de ciudades amuralladas, fuera de límites represivos, el dios renueva su potencia vital y acompaña los ritmos fecundantes de la lluvia, del sol y de su propio semen.
Y transcurre, largamente, su vida en la riqueza rústica, entre plantas húmedas, animales y pastores. Es una llama exaltada.
Pero llega el último día… La agitación final le hace arder el pecho; los pulmones y la garganta se enardecen al estallar en un rugido postrero. El último grito que incendia el aire de la vegetación fértil. Y unos marinos escuchan en el mar unas voces que aseguran "la muerte del Gran Pan". Si el dios de los rebaños y el desenfreno orgiástico ha muerto, entonces comienza el reinado de otro dios, enemigo de las imágenes, de los cuerpos, de la embriaguez. El dios de la cruz, que es uno y tres a la vez...
El dios corre entre las rocas y los árboles. Su agilidad y su libertad silvestre se trasforma en figuras mitológicas paralelas; y también su imagen será luego base de la iconografía cristiana del diablo e inspiración de algunos de los rasgos del ángel caído.
El dios arcadio se desdobla en una primera divinidad hermana: el Fauno romano. También dios bienhechor, protector de los rebaños y pastores. Como parte de un proceso de evemerización, Fauno se asimila al dios Evandro (el Hombre bueno). Y también resigna su dignidad divina para convertirse en uno de los primeros reyes del Lacio, cuyo gobierno brilla antes del arribo de troyano Eneas, fundador de la estirpe latina, que con la fundación de Roma será origen de la futura grandeza imperial romana. Pero el dios no desaparece completamente. En los tiempos clásicos, se transmuta en los faunos (fauni) genios de la selva, de las regiones campestres, protector de los pastores. Y como los sátiros griegos, o como el propio Pan, es de naturaleza mixta: hombre y cabra, por mitades iguales. Fauno recibre su culto en la procesión de los Lupercos. Unos jóvenes vestidos de pieles de cabra persiguen a las mujeres para flagelarlas con correas de cuero. La finalidad mágica de este rito es inseminar en ellas el don de la fertilidad concedido por Fauno.
La dupla Pan-Fauno se bifurca todavía en la antigüedad clásica en otra divinidad latina: Silvano. Suele representárselo como un anciano. Pero su naturaleza contradictoria lo hace aparecer desbordante de una fuerza juvenil. Es afín en su culto a los lares, divinidades romanas que protegen encrucijadas y recintos domésticos. Su hogar es la simple libertad de lo campestre o, particularmente, los bosques sagrados, zonas simbólicas de la alteridad salvaje, de un otro mundo, libre de las prohibiciones de la civilización.
Como los dioses olímpicos que se mezclan con los guerreros en combate frente a las murallas de Troya, Silvano interviene, según su célebre leyenda, para despejar las dudas sobre el resultado de una batalla. En Roma, el poder de los Tarquinos, de origen etrusco, se desmorona. Los hechos deben dirimirse por las armas. La batalla es feroz. Es difícil distinguir a un vencedor. Entonces se propaga una voz que afirma que los romanos son los vencedores porque, entre los etruscos, hay un guerrero muerto más. Los hombres de Etruria sobrevivientes abandonan su campamento. En el recuento de los muertos lo revelado por la voz de Silvano es confirmado.
Las rocas están quietas. La hierba y el musgo también. Pero ya las copas de los árboles murmuran cuando llega la tormenta. Con su sonrisa maliciosa, cubierto de pelos y barba, Pan corre entre las rocas. Celebra algo. Permanece quieto. En su rostro discurren las gotas de la lluvia, con la fragancia de la humedad y la hierba. Después, las nubes se alejan. El sol resurge. El cielo, lentamente, arde con nuevos brillos de zafiros. Pan entonces recuerda a las tres ninfas. Las olfatea, saborea… presiente su presencia en una fuente, más rumorosa por la nueva agua del cielo recién caída. Y corre hacia ellas. Esta vez, su habilidad de acechador no fracasa. Las mujeres míticas, esta vez, no son la negación. No huyen. También quieren la afirmación del placer…
Y el bosque celebrado y protegido por Pan es gobernado por Eros. Su lenguaje de atracciones, deseos y placeres, une lo separado, compenetra lo diferente, sostiene los tejidos donde todo se entrelaza. Y entonces, bajo las llamadas de Eros, Pan y las ninfas juegan… juegan una danza de roces, caricias, besos, mordiscos, el paso de la suavidad a las salvajes penetraciones. Luces y olores vegetales giran en derredor de los cuerpos, abrazados ya por un fuego visible. Pan finalmente exhala su grito de máximo placer. Las ninfas, prolongación de lo exterior, de la naturaleza y el espacio, antes latían en lo lejano, separado, en una distancia de angustia. Ahora, con Pan recrean lo que es en la unidad.
El dios de la naturaleza salvaje es degradado por muchos a grotesca divinidad, al instinto puro y animal; a la obsesión por la gratificación inmediata.
Ahora, camina entre los árboles.
Cerca, el mar habla con las olas.
Por una brisa suave sobre su peluda piel, sabe que todo lo que lo rodea se ha unido aún más…
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